El año se acaba sin que ni siquiera haya llegado a formular un propósito
especial. No he tenido tiempo. Los días se tacharon por sí solos en el calendario.
Lo único que hice fue estar en movimiento para que no se parara el engranaje
invisible al que doy cuerda cada mañana con el gesto de poner los pies en el
suelo. Quizá el único propósito era no parar.
No ha habido recompensa por el esfuerzo. Solo el placer del paisaje.
Correr. Sin saber muy bien hacia dónde ni por qué. Lo hacemos cada día sin
pensar, es mejor así. Si dejáramos de poner un pie delante del otro el mundo no
se pararía, pero seguiría girando sin nosotros. Correr. Y con eso es
suficiente.
El año se acaba con buenos libros entre los que es difícil elegir. Y, por si fueran pocos, mientras hacemos repaso de lo que, literariamente hablando, nos dejó 2016, las editoriales ya avanzan lo mejor de 2017. Jules Renard solía decir que cuando pensaba en la cantidad de libros que le quedaban por leer, tenía la certeza de que todavía podía ser feliz.
Feliz Navidad, felices lecturas.
Leer de André Kertész (Periférica y Errata Naturae)
Me llamo Lucy Barton de Elizabeth Strout (Duomo)
Tú no eres como otras madres de Angelika Schrobsdorff (Errata Naturae)
La aventura de VV.AA., edición a cargo de Pilar Rubio Remiro (La Línea del Horizonte)
Basado en hechos reales de Delphine de Vigan (Anagrama)
Nosotros en la noche de Kent Haruf (Literatura Random House)
El camino estrecho al norte profundo de Richard Flanagan (Literatura Random House) Tan poca vida de Hanya Yanagihara (Lumen)
Contra el tiempo de Luciano Concheiro (Anagrama)
Brújula de Mathias Enard (Literatura Random House)
Hubo un tiempo en el que me obsesionó entender las razones de los hechos y de las personas; la distancia que separaba lo posible de lo imposible, y si servía de algo recorrerla con las instrucciones adecuadas. Y comprender al fin.
En esa época acudí al seminario de filosofía que el profesor Bengoechea imparte cada año en el Institut d'Humanitats de Barcelona, aquel año dedicado al gran tema: el Amor. Después de diez sesiones, seguía teniendo dudas, muchas, y le pedí una entrevista para la Revista Detour, con la que colaboro desde hace tiempo. El resultado fueron dos horas de una conversación sobre la que, nada más comenzar, el profesor me advirtió que no podría arrojar mucha más luz.
Visto con la perspectiva de los dos años que han pasado, me reconozco en las preguntas, pero no en la inquietud por entender. Ya no busco respuestas con la urgencia de entonces, aunque las dudas sigan ahí, junto a la perplejidad por una realidad tan poco dada a explicarse.
Sin embargo, si hay algo que todavía me resulta fascinante es la belleza que hay en la obstinación, y en los vericuetos que recorren las palabras hasta concluir que, por mucho que nos pese, no hay respuestas.
Juraremos amor eterno si es preciso para ser algo más felices un instante. Ni la mejor mentira, amor, es la verdad.
Llegó el verano y no podía faltar una lista de lecturas. No es obligatorio leer, nunca, pero si durante las vacaciones la realidad no os ofrece lo soñado, aquí tenéis unas cuantas páginas para evadiros.
Feliz verano
El viaje como arte de Edith Wharton (La Línea del Horizonte)
Ella, tan amada de Melania Mazzucco (Anagrama)
Un amor que destruye ciudades de Eileen Chang (Libros del Asteroide)
Las torres de Trebisonda de Rose Macaulay (Minúscula)
Anna de Niccolò Ammaniti (Anagrama)
Versiones de nosotros de Laura Barnett (Alianza)
Nunca falta nadie de Catherine Lacey (Alfaguara)
Manual para mujeres de limpieza de Lucia Berlin (Alfaguara)
El nadador en el mar secreto de William Kotzwinkle (Navona)
Las redes sociales están llenas de declaraciones de amor explícitas y de subterfugios para revelar que uno está emocionalmente ocupado/a. A veces el subterfugio no es tal (etiquetas en pasiones, lugares e intereses comunes), y salta tanto a la vista la situación sentimental y quién es el ser humano en cuestión que ocupa el corazón del susodicho/a que resulta abrumador. Y yo me pregunto, ¿qué sentido tiene exhibir un amor entre personas (presuntamente) libres y que es (presuntamente) correspondido?
Deberían dedicarse a vivirlo, digo yo. Es un consejo, que ya se sabe que estas cosas, en estos tiempos que nos han tocado vivir, no duran. Y estando en período estival, es posible que ni llegue al otoño, tiempo de rupturas (estadísticamente comprobado). Vivid, queridos, como si no hubiera un mañana.
Meditando sobre estos asuntos, he tenido una idea que sí puede resultar útil para la salud emocional de todos nosotros: dedicar un día al descargue emocional anónimo. Con respeto, educación y dignidad, eso sí, y sentido del humor, indispensable para la supervivencia humana. Para ejemplificar la utilidad de mi idea, voy a ser yo quien empiece poniéndola en práctica, más que nada porque ya han pasado seis meses de 2016 y es una manera de marcar un punto y final y disfrutar del verano, dejando atrás cargas emocionales negativas que no nos dejan ver el sol en toda su plenitud. Ahí va:
X, eres un mastuerzo y más previsible que una sardana. A ti, Y, querida, te vi venir desde tan lejos que me sorprende mi propia clarividencia #DescargueEmocionalAnonimo
El pasado 8 de mayo sir David Attenborough cumplió noventa años.
Solo una cifra que no impide que siga siendo el chico aventurero y curioso que conquistó a los
británicos y que siempre será el rey de los documentales de naturaleza de
la BBC. Desde el último tercio del siglo xx
y en lo que llevamos del xxi, no
ha habido un divulgador que haya contagiado el entusiasmo por el milagro de la naturaleza
como lo ha hecho sir David.
No existe un aspecto de la vida en la
Tierra que se le haya escapado, y puedo asegurarlo porque he visto prácticamente
todos sus documentales. Y no en la 2 de TVE. Durante varios años, en mis
comienzos en el mundo editorial —recordándolo ahora, parece que hable de otra
vida, y puede que en efecto lo sea— dediqué mis jornadas laborales a coordinar
el doblaje y el subtitulado de todas sus series del inglés al español y al
portugués. El video había quedado obsoleto y había que actualizar todo ese valioso fondo documental al formato DVD. Ya entonces me pareció un privilegio que me
pagaran por hacerlo, y visto desde hoy, creo que fui muy afortunada. Un día de
trabajo consistía en visionar un episodio, a veces incluso tres veces, y
comprobar que el discurso de sir David y el del doblador discurrieran a la par,
que lo mismo sucediera con los subtítulos, y corregir imprecisiones de la
traducción del inglés al español.
Aprendí tantas cosas sobre la flora y la fauna del planeta, que en
aquella época estaba maravillada ante el mundo que habitaba. En las
conversaciones con los compañeros de trabajo y con los amigos siempre salían anécdotas
fascinantes que tenía que compartir. Y aún hoy día, si se da el caso, suelto algún dato sobre rutas
migratorias y rituales de apareamiento, con tanta seguridad que quien desconoce
esta etapa de mi vida se pregunta de dónde me viene esa pasión oculta. Pues la
culpa es del señor Attenborough.
Fue un época feliz. Mientras en la oficina todos tecleaban con la mirada perdida en una pantalla que les devolvía imágenes siempre previsibles, yo me ponía mis cascos para no molestar a nadie y, en cuanto
escuchaba la entradilla musical de la BBC, ya estaba lista para viajar a
África, a Asia, a los parques naturales de la India... Así empezó mi relación
idílica con David, en la que nunca hubo lugar para la monotonía. Viajé mucho
(con la imaginación) y mi inglés mejoró hasta donde me lo permitieron mis
límites. ¿Qué más se puede pedir de un romance que una sabe que no puede durar?
Todo lo bueno se acaba: la última serie que coordiné fue Planet Earth, de 2006, y espero que las siguientes hayan contado
con alguien tan entregado como yo a la causa de David, este joven de noventa años... Y
que cumplas muchos más.
«Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los
amantes, palabras rotas,
palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la
acera.»
Las olas, Virginia
Woolf
No recuerdo quién dijo una vez que, más que amados,
necesitamos ser comprendidos. Cuando una historia de amor (o una que aspiraba a
serlo), termina, el poso de tristeza que deja tiene que ver más con una
sensación de duda y desconcierto que con la frustración de un deseo: ¿no
supimos explicarnos, contar bien nuestra historia, encontrar las palabras
justas? ¿Ocultamos algo importante, o dijimos demasiado? ¿No pronunciamos la
frase que podría habernos salvado del final?
Una historia de amor siempre es un diálogo a dos que crea un
lenguaje propio de ironías y sobreentendidos, de complicidad y experiencias
compartidas. Es el lenguaje de los amantes, siempre único e irrepetible, del
que hablaba Virginia Woolf, que languidece cuando sus creadores dejan de
hablarlo y que muere irremediablemente junto con su historia.
Lamentar el final de una historia de amor es, sobre todo, sentir
la pérdida de esa combinación de palabras, de las normas nunca escritas para crear
las frases, la entonación y la pertinencia de los silencios. Se extinguen
animales y plantas, lenguas milenarias, mueren estrellas; hay recuentos anuales
y se les dedica algún que otro artículo en los periódicos. Pero nadie lleva la
cuenta de los idiomas íntimos que se olvidan y se pierden, sin que existan diccionarios
ni gramáticas de retorno.
"Don Quijote soy, y mi profesión la de andante
caballería. Son mis leyes el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar
el mal. Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía, y busco
para mi propia gloria la senda más angosta y difícil. ¿Es eso de tonto y mentecato?"
El ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes
La vida nunca se acaba de contar del todo, por eso sigue existiendo la literatura. Es la única explicación que existe para que se cumplan 400 años de la muerte de Cervantes y Shakespeare sin que los libros hayan dejado de existir. Necesitamos historias, o quizá son las historias las que necesitan de nosotros. Os propongo diez historias que necesitaban que alguien las contara. Feliz Día del Libro. El loco de las rosas, Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)
Una soledad demasiado ruidosa, Bohumil Hrabal (Galaxia Gutenberg)
Eres como eres, Melania G. Mazzucco (Anagrama)
La mujer helada, Annie Ernaux (Cabaret Voltaire)
Com ser-ho alhora, Ali Smith (Rayo Verde)
El hombre de las dos patrias, Javier Reverte (Ed. B)
Departamento de especulaciones, Jenny Offill (Libros del Asteroide)
Instrumental, James Rhodes (Blackie Books)
Guardar la casa y cerrar la boca, Clara Janés (Siruela)
Ciudad en llamas, Garth Risk Gallberg (Literatura Random House)
Los primeros días de 2016
me propuse llegar a tiempo. ¿A dónde? A todas partes, a todos y cada uno de los
lugares donde alguien pudiera estar esperándome. Lo he logrado un par de veces,
aun sabiendo que me engañaba y que no podía durar. Ese clic que no se activa en
los llegatardistas involuntarios, y cuya ausencia provoca un desajuste horario con el
tiempo oficial, seguirá siendo defectuoso también en 2016.
No siempre fue así. No
podría dar la fecha concreta, no la recuerdo, pero mi llegatardismo tiene que ver
con un conflicto personal no superado entre el tiempo y yo. Con el día en que fui
consciente de que había llegado tarde a mi propia vida y de que ningún reloj me
había puesto sobre aviso. Llegué tarde, sin yo saberlo, donde estaban pasando
las cosas importantes.
Al ser llegatardista
sobrevenida, sufro cada vez que se confirma lo que la
gente piensa que es una costumbre a la que no quiero dar fin. Sufro porque
hubo una época en la que sí tenía fe en el tiempo y en el orden que había establecido para
que las cosas y las personas llegaran en el momento preciso.
Solo hay una persona que me
comprende: el conductor del metro que tomo (sistemáticamente tarde) todas las
mañanas. Cada día doy por perdido el que él conduce cuando hace sonar la señal mientras yo bajo corriendo
la escalera, entonces me rindo y ralentizo el paso. Y cada día la
repite dos veces antes de cerrar las puertas para que sepa que me concede los
segundos suficientes, que puedo subirme, que me espera. Así debería ser la
vida.
"Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, [...] y no buscar lo imposible, sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo. Que me sea dado el interesarme por este mundo."
1 de enero, viernes, Alejandra Pizarnik
En 2011, una serie de circunstancias le daban la vuelta a mi
vida, y fue entonces cuando inauguré una nueva etapa personal a la que denominé
“la Era de la Incertidumbre”. Curiosamente, y por primera vez desde que me había
convertido en un ser adulto consciente y sintiente, mi caos interior estaba en
perfecta simbiosis con el caos exterior. La reciente crisis económica había
dado la bienvenida a tiempos extraños y yo no me sentía fuera de lugar en el
mundo: intervalos nubosos si miraba hacia dentro o hacia fuera y ni rastro de
anticiclones insolentes que me recordaran tiempos más felices.
Mucho ha llovido desde 2011, y aunque ha habido algún que
otro día de sol, todavía no puedo dar por finalizada
esta etapa. Espero que, sin darme cuenta al principio, y tal y
como pasó en 2011, poco a poco se vayan instalando nuevas variables que
obliguen a un cambio de era. Y que esta vez el nombre sea, cómo no, positivo e
inspirador.
La mayoría de las veces la felicidad nos pasa
desapercibida, y eso es algo que nos hace sentir estúpidos y culpables cuando
llegan de verdad los malos tiempos. Pero también logramos que nos pase
desapercibida la infelicidad, y nunca nos damos la enhorabuena por ello. Por sobrellevarla
con apariencia de normalidad, e incluso por sonreírnos delante del espejo. Por
seguir dando brazadas dentro del agua, ocupados en mantenernos a flote mientras
esperamos pisar de nuevo tierra firme.