martes, 26 de agosto de 2014

Let it be




 



Regreso de las vacaciones a finales de agosto, cuando la ciudad todavía duerme su resaca estival. La puerta del ascensor de mi rellano se abre con dificultad. Tras varios empujones cede de mala gana y me libra de tener que subir o bajar un piso y arrastrar la maleta por las escaleras hasta mi casa. Al entrar, tengo la sensación de haber interrumpido un orden casi místico de las cosas, como si en la quietud y la media luz hubieran hallado su lugar y su equilibrio. Abro las ventanas y dejo que entren el aire y la claridad, y casi puedo notar una mueca general de fastidio.

Toca comprobar el estado de los seres vivos. En la terraza, las plantas han sobrevivido con el viejo truco de dejar un barreño para que se sirvan de agua a voluntad. Y la verdad es que están pletóricas, sobre todo una pequeña que necesita riego casi diario cuando hace calor y a la que siempre abandono con el temor de no volver a verla con vida. Diría que tiene más hojas, que está más verde y hermosa. 

La mayoría de los vecinos todavía está de vacaciones y en el edificio reina el silencio. Me siento en el sofá antes de deshacer la maleta y en mi mente se dibuja septiembre, el último trimestre del año, cómo llevaré a cabo intentos —que me temo que otro año más serán vanos— para provocar, esta vez sí, el cambio. Y en esas pongo la tele y veo y oigo hablar a Julio Cortázar en un documental de Tristan Bauer. Resulta que he puesto fin a mis vacaciones dos días antes del que hubiera sido su cumpleaños número cien. Cazo al vuelo una frase pronunciada con esa vehemencia tan característica del cronopio: dice que a veces el azar obtiene mejores resultados que la lógica, que las cosas se ordenan mejor sin nosotros.

Pienso en mi planta, que desde que he llegado debe de temer por su vida, en la puerta del ascensor cerrada durante semanas, en la feliz penumbra que cubría mis cosas, en que quizá mi vida estaba mejor en mi ausencia. Me pregunto qué pasaría si esta vez lo dejara todo en manos del azar, y lo más importante: si a Julio también le angustiaba septiembre, y qué opinaría de todo esto.

El final del verano



  
 Art credit: Gabor Szilasi



 
Los días de verano ofrecen otra dimensión del espacio y del tiempo. Una donde todo es relativo y posible. Año tras año, la vida nos da la oportunidad de ser fieles a nosotros mismos, al niño que fuimos, al que se le erizaba el vello solo con pensar en el largo invierno y en la perspectiva de otro año más de reclusión académica, y que nos sigue tentando con la idea de no regresar.

Pero acabamos cediendo a una imposición que no sabemos muy bien de dónde viene ahora que somos adultos y supuestamente libres. Habría que ser muy valiente para, por una vez, permanecer en el destino escogido más allá de los siete días y seis noches pactados, para empezar una nueva vida con la última muda limpia que llevamos puesta y una maleta llena de ropa sucia y de souvenirs que nunca entregaremos a sus destinatarios.

No he cumplido ese sueño. Todavía. Ni conozco a nadie que lo haya hecho. Una vez, tras bajar del avión que me traía de regreso a casa, tuve el impulso de recoger mi equipaje (el que contenía la ropa sucia y los souvenirs) de la cinta transportadora e ir al panel de salidas para subir a otro avión con un destino al azar. Solo llegué a leer el panel, a barajar dos o tres ciudades y dirigirme luego, vencida, a la cola del taxi con la sensación de haber perdido una batalla en la que el único enemigo era yo.

En otra ocasión, junto a un amor de verano que me acompañó al aeropuerto para coger mi vuelo de regreso a Barcelona, casi cometimos la locura, yo con equipaje y él no, de tomar un avión con destino a Delhi para no tener que decirnos adiós. Ojalá lo hubiéramos  hecho.