lunes, 31 de marzo de 2014

Querida Marguerite




Después de cien años, eres un misterio. Y el primer tema de tesis doctoral en las universidades francesas por delante de Proust. Yo creo que este dato te haría gracia. Después de leer El amante siendo adolescente, la semilla ya estaba plantada sin yo saberlo: ibas a ser una de mis escritoras favoritas. Y después de Emily L., que incluye una de las más bellas cartas de amor de la literatura, tomé una decisión consciente: lo próximo que leyera de ti no pasaría el filtro de una traducción, yo quería leerte en francés, sentir la inmediatez de las palabras escogidas por ti, escuchar los silencios y ver a media luz, en ese lugar donde se crea la escritura, donde siempre, decías, uno debía adentrarse vigilante, pues lo contempla muy de cerca la locura.

Tú, una completa desconocida, me legó, sobre todo,  dos cosas: tu idioma y una frase que memoricé siendo muy joven sin saber que sería recurrente a lo largo de los años por venir: “No existen los errores, solo hay actos extraños”. Vivir es una extrañeza, tú lo sabías, y ahora yo también lo sé.


 


Las palabras, los silencios, una tenue luz en la oscuridad de una cámara oscura, siempre presentes tanto en tus novelas como en tus películas. Y también el mismo interrogante: ¿quién soy? Una exiliada de ti misma al borde  de la autodestrucción, pero salvada por la vida porque, en el último momento, esta  resurgía como experiencia inagotable. 

Yann Andréa Steiner:  treinta y ocho años más joven que tú y homosexual, título de uno de tus últimos libros y protagonista del film L’homme atlantique, fue tu último amor. El Amor, así con mayúsculas, el gran tema, la gran aspiración, como un territorio a la vez conocido y extraño de fronteras cambiantes; si fuera un lugar, sería el mar.


  Fotograma de L'homme atlantique, dirigida por Marguerite Duras


Después de ver tu entrevista para Bernard Pivot en el programa Apostrophes, te elegí como una de las personas con las que me gustaría tener una larga conversación, una de esas charlas a dos en casi penumbra, para que solo fuera protagonista la palabra, en las que eras una gran maestra. Marguerite, transgresora, siempre asomándote a la ventana de la locura por tu lucidez desnuda, por la experiencia  temprana del sufrimiento, por la necesidad de encontrar un sitio que llamar tu hogar. Querida Marguerite.


[Entrevista de Bernard Pivot a Marguerite Duras para el programa Apostrophes]

Fragmento de Emily L., ed. Tusquets Editores, 1995:

He olvidado las palabras para decírselo. Las sabía, y las he olvidado, y aquí le hablo en el olvido de esas palabras. Contrariamente a todas las apariencias, no soy una mujer que se entregue en cuerpo y alma al amor de un solo ser, ni siquiera a aquel que más quiere en el mundo. Soy un ser infiel. Me gustaría mucho encontrar las palabras que había guardado para decirle esto. Y he aquí que me acuerdo de algunas. Quería decirle lo que creo, que había que conservar siempre ante uno -he aquí la palabra, me acuerdo- un lugar, una especie de lugar personal, eso es, para estar solo y para amar. Para amar no se sabe qué, ni a quién, ni cómo, ni cuánto tiempo. Para amar -he aquí que de pronto me acuerdo de todas las palabras...- para conservar en sí el lugar de una espera, nunca se sabe, de la espera de un amor, de un amor quizá sin destinatario todavía, pero de esto y solo de esto, del amor. Quería decirle que usted era esa espera. Usted se ha convertido por sí solo en la cara exterior de mi vida, aquella que nunca veo, y así permanecerá, en el estado de este desconocido por mí en que se ha convertido. No conserve esperanza alguna de verme, se lo suplico. Emily L.

jueves, 20 de marzo de 2014

El penúltimo de los Buendía





Se llama Tim Aan’t Goor y supe de su existencia gracias a un artículo de la Revista Eñe (suplemento de cultura del diario Clarín de Argentina) firmado por Ezequiel Martínez. Él supo a su vez de Tim por una entrevista que apareció en el periódico colombiano El Tiempo que se titulaba así: “El último de los Buendía abandona Aracataca”. Tanto Ezequiel como yo nos hicimos la misma pregunta al principio: ¿la saga de los Buendía no fue entonces una invención de Gabo? Sí, lo fue. Pero Tim añadió su nombre al árbol genealógico hace seis años y nadie en Aracataca-Macondo, la tierra natal e imaginada, respectivamente, de Gabriel García Márquez, puso en duda su legitimidad.

Esta historia me llegó en el momento oportuno, fruto de la casualidad (o no, dicen que la casualidad es la manera que tiene el destino de presentarse sin ser descubierto). Buscaba un material que diera consistencia a mi proyecto de periodismo cultural, que trata precisamente de esos límites difusos entre realidad y ficción. Colgué el artículo de Ezequiel Martínez en mi página del proyecto, La vida en obras, y en mi cuenta de Twitter con mención a la Revista Eñe. Tim Buendía tardó apenas unas horas en responder a mi tweet: “No lo voy a abandonar [Aracataca] simplemente no voy a estar ahí”. Lo tenía y no lo dudé, contacté con él en un mensaje privado y le pedí una entrevista. No tardó ni un día en estar de acuerdo, pero con una sola condición: no respondería a mis preguntas por e.mail, como yo le había propuesto, lo haría en vivo o por teléfono. No me habría importado viajar a Colombia, pero el presupuesto se me ponía por las nubes y la conversación fue por teléfono el domingo 9 de marzo.

En la fecha y hora acordadas, Tim está en Santa Marta, el Caribe colombiano, antes de poner rumbo a Los Angeles y abandonar el país que ha sido su hogar durante los últimos años. Son las doce del mediodía en Colombia, las seis de la tarde en España. Su voz es pausada, en un español con acento colombiano y con reminiscencias no identificables de Europa, o quizá de EE.UU., para alguien que no sepa que nació en Holanda, a cien kilómetros de Amsterdam. ¿Cuál había sido la ruta que había llevado a un muchacho holandés a Aracataca?

Tim Buendía, cuando todavía se apellidaba Aan’t Goor, abandonó su tierra natal para ver mundo. Tenía dieciocho años y pasó varios de los siguientes viajando: Australia, Asia, España. Su primera parada en Sudamérica fue Venezuela, luego Brasil, Buenos Aires, Perú y, por último, Colombia, concretamente el lugar desde el que ahora también me llega su voz: Santa Marta. Desde aquí hasta Aracataca le llevó la casualidad (ese traje que usa el destino para disfrazarse, según dicen) y se enamoró del lugar. Tanto, que ha vivido en él los últimos seis años de los treinta y uno que tiene.

Llegados a este punto, formulo la pregunta que me ha estado rondando desde el principio: cuándo leyó Cien años de soledad. "Cuando llegué a Perú lo empecé, pero apenas leí siete páginas, no entendía nada. Preguntaba a todo el mundo dónde quedaba Macondo. Luego leí Crónica de una muerte anunciada. Antes había leído uno de Los doce cuentos peregrinos, de camino a las Islas Canarias, uno que me gustó mucho: "María dos Prazeres". Aclara que, tiempo después de su primer intento, volvió a Cien años de soledad y entonces sí entendió el universo de Macondo.






Retomamos los años pasados en Aracataca y hablamos de su proyecto cultural y medio de vida hasta hace pocos días, The Gipsy Residence, un hostal que Tim montó como centro para contribuir al despertar cultural de una tierra rica en gentes y en historia que, pese a sus esfuerzos, no ha recibido el apoyo de las instituciones públicas. Me dice por teléfono lo mismo que escribió como respuesta a mi tweet: “No voy a abandonar Aracataca, simplemente no voy a estar ahí. La página web de The Gipsy Residence continuará activa y seguiré de cerca todo lo que suceda allí. Aunque ya no vaya a vivir más, quiero seguir viajando y asesorar en los proyectos que parece que ahora sí van a recibir apoyo de las instituciones.”

Tim, además de dirigir el hostal, ha organizado jornadas culturales y rutas por el Aracataca de Gabo, por los escenarios que aparecen en Cien años de soledad. Me habla con pasión del papel de Aracataca en la historia de Colombia, de los tiempos de bonanza, cuando la United Fruit Company convirtió el lugar en un cruce de caminos y culturas gracias al comercio de la banana, y atrajo a gentes de Venezuela, Palestina, Jamaica, África, y Aracataca se llenó de guajiros. Explica que Cien años de soledad intenta reflejar ese mundo ya desaparecido y que la novela tiene mucho de realismo, aunque le pese el adjetivo “mágico”; que Gabo intentó describir cómo era el lugar, esa afluencia de gentes de todos lados, ese sonido de lenguas y acentos, también el de los muertos, que estaban presentes en su casa porque su abuela Tranquilina añadía más desorden todavía hablando con su hermana muerta.

De todo esto me habla Tim, y como no hay nada que me guste más que una buena historia, le pido que me cuente sobre los habitantes de Aracataca, de los que podrían haber aparecido en Cien años de soledad. Y me habla sobre El Mambo, un amigo de ochenta y cinco años que trabajó en la United Fruit Company, un hombre alegre, bailarín, seductor en su juventud que ahora vive solo después de haber enviudado dos veces y que hace maracas con madera de totumo. Me habla de otro amigo, este de noventa y cinco años, cronista oficial de Aracataca que sale todas las mañanas en bicicleta a visitar a su hermano, que vive en la otra punta del pueblo, y de regreso se ha enterado de todas las novedades y cotilleos.

Cuando la conversación está llegando al final (no quiero robarle más tiempo, sé que estoy irrumpiendo en sus días de descanso antes de emprender una nueva aventura), me arrepiento de no haber cogido un avión y haber ido a entrevistarle a Aracataca. Por si decido hacer ese viaje en un futuro cercano, le pregunto dónde podría alojarme ahora que su hostal ha cerrado: no hay ningún otro, el suyo era el único. “Aracataca está cambiando, pronto ya no será como lo conocí, si quieres ver un pedacito vivo de la historia de Colombia, tienes que ir ahora.” 


Me quedo con la idea, y no la descarto: lo que daría por conocer a El Mambo. Le pregunto por el futuro antes de despedirme y Tim me habla del libro que está escribiendo sobre Aracataca, que cuando cree que ya ha tomado el buen camino, siente que todo ha cambiado y debe volver a empezar. Y me viene a la cabeza el final de Cien años de soledad, cuando Aureliano Babilonia se da cuenta de que nunca podrá descifrar los pergaminos de Melquíades donde está escrito su destino.

El 17 de marzo, fecha en que presenté este proyecto,Tim volaba con destino a Los Angeles junto a su esposa y su hijo de un año, el último de la estirpe de los Buendía.

[Para saber más del pasado, presente y futuro del penúltimo de los Buendía: www.thegypsyresidence.com]

martes, 11 de marzo de 2014

Saber perder

Art Credit: Nicolino Sapio

Desde que David Trueba triunfó en la noche de los premios Goya tengo un documento Word con el título que indico más arriba y una inmensidad blanca a continuación que ahora comienzo a emborronar. Esperaba experimentar un fracaso para inspirarme. La exitosa noche de David fue el 9 de febrero y solo he tardado treinta días en empezar a escribir. Ha pasado mucho o poco tiempo, según se mire.

Hasta el 9 de febrero, David Trueba era el mejor teórico del fracaso que he conocido. Pude escucharle en una charla hace un par de años y los asistentes salimos felices de sentirnos perdedores porque, al fin y al cabo, perder es una ventaja: nunca dejas de buscar, de estar alerta, de pedalear para no caerte de la bicicleta. Quizá el perpetuo fracaso es un triunfo si sabes reírte de ti mismo, si relativizas lo que el éxito significa para los demás, si eres temerario del destino y piensas que, si las cosas te van demasiado bien, se estrellará sobre tu cabeza una maceta como castigo divino. 

Hace unos días hablaba con una amiga sobre la libertad que da el fracaso. Es cierto, cuando partes de cero solo puedes sumar y te crecen las alas. Pero fracasar también agota porque en el fondo esperas que aprender a perder atraiga la fortuna, que ese” algo bueno que está por llegar” del que todo el mundo habla aparezca a la vuelta de la esquina justo cuando has dejado de buscarlo. David ya ha girado esa esquina y se lo ha encontrado, y desde la noche de su triunfo yo me pregunto cómo se siente. Si lees esto, David, responde.