martes, 27 de enero de 2015

Nuestros hermanos griegos


Photograph: Nicolas Koutsokostas/Demotix/Corbis (via The Guardian)




Visité Atenas por primera vez en septiembre de 2009. Entonces pude ver el inicio de un deterioro social y económico que todavía no había llegado a España, pero que no tardaría en hacerlo. Tres años después, en abril de 2012, pocos días después del suicidio de Dimitris Christoulas, escribí este artículo, que ahora recupero.

Me hubiera gustado presenciar la victoria de Syriza el domingo pasado, ver una alegría que en mi último viaje a Atenas, en septiembre de 2012, había abandonado por completo la ciudad: entonces solo vi tristeza mezclada con indignación. Recordaré siempre las palabras de un taxista: “Vosotros, los españoles, nos habéis abandonado. Y somos hermanos, pueblos del sur”. Tuve que darle la razón. Hoy los griegos sonríen de nuevo.


En Grecia nació la democracia, que, con mejor o peor o suerte y salvo en contadas y deshonrosas excepciones, rige los destinos de nuestro planeta. También fue el lugar elegido por los dioses; allí se asentaron y se dedicaron a atormentar a los mortales, que tuvieron que aprender a dirigir sus vidas al margen de unas deidades caprichosas y demasiado humanas. Quizá venga de ahí el desdén que los ciudadanos griegos muestran hacia quienes detentan el poder y su poca confianza en que vayan a cambiar las cosas (sino para peor).

En 2009, antes de que el término “crisis económica” se inscribiera en nuestras conciencias, pasé unos días de vacaciones en dos islas griegas: la popular Santorini y una segunda cuyo nombre no revelaré, pero a la que decidí que huiría si algún día no tengo adonde ir ni nadie que me espere en ningún lugar. Allí encontré un pequeño paraíso de luz, olivos, miel y vino, y unas gentes que aman la vida por encima de todas las cosas, que han decidido existir al margen de todo aquello que no pueden cambiar. 

Atenas, última y forzosa parada del viaje para coger un vuelo económico de regreso, fue un zarpazo de realidad y contrastes: la bellísima Acrópolis dominando una ciudad donde tenía cabida —en la que todavía era la próspera Europa de la U.E.— gente que sobrevivía rozando el umbral de la pobreza y que recurría a la economía sumergida. Furgones policiales en puntos clave del centro de la ciudad anunciaban el temor a la explosión del polvorín de descontento e impotencia que se haría esperar apenas unos meses más.

Desde entonces, las noticias que llegan de Grecia me entristecen y desesperan. Aún intento asimilar la muerte de Dimitris Christoulas, el farmacéutico jubilado que se suicidó en la plaza Syntagma, descifrar el significado de ese gesto desesperado, y lo hago con miedo, porque supone mirar demasiado adentro de las entrañas de una crisis que está arruinando muchas vidas y aplazando, quizá para siempre, muchos sueños. 

Algunos países tienen una historia que no se merecen. Desde hace ya demasiado tiempo, los ciudadanos griegos salen a las calles para protestar por la suya, para pedir explicaciones a los mortales con ínfulas de dioses que la dictan al margen de los destinatarios de sus designios.

domingo, 11 de enero de 2015

La dolce vita



La dolce vita (1960) de Federico Fellini



La culpa del amor por un pasado en blanco y negro que yo no he habitado la tiene el cine. Hoy nos ha dejado Anita Ekberg y algo en mi imaginario llora por sus noches y por la dolce vita romana que no he vivido. 

También se puede vivir en las vidas que imaginamos, ¿por qué no? ¿Quién nos niega el permiso? 

Esta noche de enero hay reencuentro en Roma. Se anuncian bajas temperaturas y los turistas se retirarán pronto. Anita hará su entrada cuando todo esté en silencio y, ahora que ya no siente frío, esperará a Marcello bañándose en la Fontana di Trevi. Él aparecerá cuando ella le llame: ¡Marcelloooo! Así lo acordaron hace décadas. Ha tardado el reencuentro, pero ambos sabían que acabaría sucediendo. Jóvenes y bellos, como antes, eternos, en ese lugar donde ya no pasa el tiempo.