sábado, 30 de abril de 2016

Palabras quebradas









«Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los amantes, palabras rotas, 
palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la acera.»

Las olas, Virginia Woolf




No recuerdo quién dijo una vez que, más que amados, necesitamos ser comprendidos. Cuando una historia de amor (o una que aspiraba a serlo), termina, el poso de tristeza que deja tiene que ver más con una sensación de duda y desconcierto que con la frustración de un deseo: ¿no supimos explicarnos, contar bien nuestra historia, encontrar las palabras justas? ¿Ocultamos algo importante, o dijimos demasiado? ¿No pronunciamos la frase que podría habernos salvado del final?

Una historia de amor siempre es un diálogo a dos que crea un lenguaje propio de ironías y sobreentendidos, de complicidad y experiencias compartidas. Es el lenguaje de los amantes, siempre único e irrepetible, del que hablaba Virginia Woolf, que languidece cuando sus creadores dejan de hablarlo y que muere irremediablemente junto con su historia.

Lamentar el final de una historia de amor es, sobre todo, sentir la pérdida de esa combinación de palabras, de las normas nunca escritas para crear las frases, la entonación y la pertinencia de los silencios. Se extinguen animales y plantas, lenguas milenarias, mueren estrellas; hay recuentos anuales y se les dedica algún que otro artículo en los periódicos. Pero nadie lleva la cuenta de los idiomas íntimos que se olvidan y se pierden, sin que existan diccionarios ni gramáticas de retorno.


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