domingo, 29 de junio de 2014

Esperando un milagro



© Josep Santilari


En los aeropuertos. En las estaciones de tren. En los trayectos en metro. En una cita nefasta mientras el otro va al baño (o ni siquiera). Matamos los instantes destinados a ser polvo contemplando la pequeña pantalla de nuestro Smartphone. Me pregunto cómo aniquilábamos antes de la era digital ese tiempo premuerto, esos momentos de tránsito ¿hacia dónde?, ¿hacia qué? Quizá soñábamos con los ojos abiertos, quizá no perdíamos tan fácilmente el hilo argumental de nuestras vidas, buscábamos señales fuera y éramos más dolorosamente conscientes de la falta de respuesta. Quizá, pero no me acuerdo.

Ahora miramos la pantalla y esperamos un milagro que puede llegar a nosotros en forma de: llamada (o su versión más poética, la llamada perdida); sms (cada vez menos); whatsApp; correo electrónico; Facebook —actualización de estado, comentario de un estado, “Me gusta” (¿es lo mismo que ser gustado?), “Etiqueta” (o ser etiquetado), ser nombrado por otro usuario, ser invitado a un evento—; y del más telegráfico y funcional Twitter (¿hay algo más sublime que ser seguido o retwitteado?). Son otras formas de existencia, lejana, aséptica. Otra dimensión.

Antes los milagros llegaban, por orden histórico: en un susurro o a voz en grito; llamada en la puerta con aldaba o varios golpes de nudillo; carta con emisario a caballo; cable o telegrama; carta entregado en mano por el cartero o, en su versión ya más moderna y despersonalizada, abandonada en un  buzón; llamada al timbre; llamada al teléfono (fijo). Luego llegó el contestador automático y más tarde la telefonía móvil. Y ahí se acabó la poesía: en el estar constantemente localizable, disponible, al alcance. Aunque sea en una difusa nube digital. La ventaja era que antes, mientras se esperaba, se vivía, y ahora vivimos en la espera. De que una pantalla, sin saber a través de quién ni desde dónde, nos certifique que existimos.

miércoles, 25 de junio de 2014

Ana María



 © www.elcultural.es
 



La última vez que vi a Ana María Matute fue en abril de 2013, en el salón de actos de La Casa del Llibre de Barcelona. Presentaba dos de sus cuentos: El saltamontes verde y Solo un pie descalzo, reeditados por Destino con ilustraciones de Albert Asensio.  Pero como ya se sabe que la literatura es la mejor excusa para hablar de la vida, Julia Otero, que acompañó a Matute, dedicó unas palabras a José Luis Sampedro, amigo y compañero de Ana María en la Real Academia de la Lengua, fallecido hacía unos días. Sampedro dijo adiós como vivió, a lo grande, con el sabor de un Campari en los labios, según le explicó su viuda a Julia. Y a esto Matute respondió, con su habitual saber decir bien las cosas, que ella elegiría un gin-tonic. 

En mi primer encuentro con Ana María, ella presentaba Olvidado rey Gudú en una biblioteca de Barcelona, así que debió de ser en 1996 o 1997. Volvíamos a vernos dieciséis años después, siendo las mismas y a la vez distintas, un par de supervivientes. Eso pensaba mientras la escuchaba, que dieciséis años son muchos y que la vida había dado tantas vueltas que nos había situado como al principio: Ana María Matute maravillándose de que todavía le pasaran los años y yo todavía sin creerme el cuento del  paso del tiempo. Cuando, durante la charla con Julia, eligió la copa de cava en lugar de agua mineral para aclararse la voz, brindé por ella, por ese guiño constante a la vida. Y me recordó a otra escritora también grande, Isak Dinesen, autora de Memorias de África y El festín de Babette, que a los setenta y siete años, con una salud muy deteriorada,  decidió que, ya que tenía que  morir, lo haría como ella quisiera, y lo hizo reduciendo su dieta a ostras y champagne.  

“Hay que ser joven para no decepcionarse”, dijo Matute. Volveré a brindar por ella la próxima vez que un gin-tonic roce mis labios.

sábado, 14 de junio de 2014

Nueve meses


Foto de Chris Geffroy



“Funny how you can live a whole life waiting and not know it.”
   The Dog Stars, Peter Heller


Esperamos a personas, esperamos un giro de los acontecimientos. Algunos tienen una paciencia infinita para la espera, otros no se conforman con especular sobre lo que puede haber al otro lado del muro y lo saltan.

Cuando llega el verano, mi cabeza viaja a veranos pasados, preferiblemente los más felices, y los visita de nuevo. Por una casual relación de ideas, estos días he recordado mi verano en Berlín de hace tres años, y a una persona que ya no existe y a quien ni siquiera conocí, pero cuya historia me impactó cuando visité la ciudad y vi la placa que lo inmortaliza como la última víctima del muro: Chris Geffroy. 

Tenía veinte años cuando le alcanzó la última bala que fue disparada desde el lado este para abortar cualquier plan de huida hacia la libertad. Fue el 6 de febrero de 1989. Nueve mesesexactamente 276 días después, el 9 de noviembre, caía el muro de la vergüenza. Apenas nueve meses, el mismo tiempo que, de haber sobrevivido, hubiera tardado en gestarse su nueva vida.

A estas alturas de mi biografía, todavía no sé si la paciencia es una virtud o una excusa para postergar los acontecimientos que no nos atrevemos a provocar. Sé que las ansias de vida y libertad jugaron una mala pasada a Chris, y que hace tres años, aquel día de verano en Berlín, sentí por él una tristeza infinita. Hoy la revivo de nuevo mientras me sigo haciendo la misma pregunta para la que Chris dio la acción por respuesta.




martes, 3 de junio de 2014

Hoy es siempre todavía







Jim Dunbar es la primera persona diagnosticada de llegatardismo o síndrome de demora crónica, un trastorno que ha condicionado su vida laboral y sentimental. Una conocida web de ocio y viajes lo ha convertido recientemente en protagonista de una campaña publicitaria que le reta a llegar a tiempo a unas inolvidables vacaciones. ¿Lo conseguirá?

En un primer momento, la apuesta me pareció divertida, sobre todo porque me sentí identificada con el pobre Jim. Desde hace un tiempo, llego unos 10-15 minutos tarde a cualquier cita, clase, conferencia o reunión, pero, en mi caso, al contrario que Jim, nunca he perdido un avión o un tren, en el sentido literal de la expresión. Mi autodiagnóstico es llegatardismo selectivo inconsciente. Si ahondara en mi psique para averiguar las razones, creo que las encontraría, y descubriría en qué momento mi reloj interior rompió la esfera del reloj oficial que rige el mundo.

Con el tiempo he sabido, en el sentido metafórico de la expresión, qué tren salió sin esperarme o qué avión contemplé elevarse hacia el cielo sin haber sido invitada al despegue. La vida es así. Subes a otros trenes y te abrochas el cinturón en el interior de otros aviones, pero echas de menos los paisajes que ya no verás. Creo que mi llegatardismo tiene que ver con esa metáfora, y que es una especie de rebeldía inconsciente contra el tiempo y sus caprichos.  

Para continuar en movimiento, para no abandonar la ruta que vamos dibujando, nos convencemos a medias de la importancia de no rendirnos, del casual cruce de caminos que diseña nuestras vidas y de que puede que, al final de nuestra andadura, contemplemos un trazado con sentido. Últimamente recuerdo a menudo este verso de Antonio Machado: “Hoy es siempre todavía”; me pregunto si Jim Dunbar lo conoce. Y cruzo los dedos para que, al menos esta vez, Jim llegue a tiempo a su destino.