sábado, 30 de enero de 2016

A los que llegan tarde




«Llegamos siempre tarde donde nunca pasa nada
Joan Manuel Serrat



Los primeros días de 2016 me propuse llegar a tiempo. ¿A dónde? A todas partes, a todos y cada uno de los lugares donde alguien pudiera estar esperándome. Lo he logrado un par de veces, aun sabiendo que me engañaba y que no podía durar. Ese clic que no se activa en los llegatardistas involuntarios, y cuya ausencia provoca un desajuste horario con el tiempo oficial, seguirá siendo defectuoso también en 2016.

No siempre fue así. No podría dar la fecha concreta, no la recuerdo, pero mi llegatardismo tiene que ver con un conflicto personal no superado entre el tiempo y yo. Con el día en que fui consciente de que había llegado tarde a mi propia vida y de que ningún reloj me había puesto sobre aviso. Llegué tarde, sin yo saberlo, donde estaban pasando las cosas importantes.

Al ser llegatardista sobrevenida, sufro cada vez que se confirma lo que la gente piensa que es una costumbre a la que no quiero dar fin. Sufro porque hubo una época en la que sí tenía fe en el tiempo y en el orden que había establecido para que las cosas y las personas llegaran en el momento preciso.

Solo hay una persona que me comprende: el conductor del metro que tomo (sistemáticamente tarde) todas las mañanas. Cada día doy por perdido el que él conduce cuando hace sonar la señal mientras yo bajo corriendo la escalera, entonces me rindo y ralentizo el paso. Y cada día la repite dos veces antes de cerrar las puertas para que sepa que me concede los segundos suficientes, que puedo subirme, que me espera. Así debería ser la vida.


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