Art credit: Susana Herman
No sé cuál es el motivo que lleva a las personas a tener
hijos. ¿El amor, la superación de un
ritual de paso hacia la madurez, el instinto, el miedo a que la muerte se nos
lleve y no dejar nada de nuestro paso por este mundo?
De los niños y los adolescentes admiro sus ojos nuevos sobre
las cosas que han estado ahí desde siempre, su convencimiento de que no
cometerán los mismos errores que sus mayores, de que jamás renunciarán a sus
sueños, de que tienen en su poder la verdad. El propósito siempre es auténtico e innegociable. A
veces les oigo afirmar con rotundidad frases que yo misma pronuncié a la misma
edad, de las que nunca me desdije, pero que olvidé con el tiempo. Y, olvidadas
como estaban, vuelven a tener sentido al escucharlas en esa voz.
En otras ocasiones también me sale el adulto arrogante que
cree estar de vuelta de todo, y estoy a punto de contradecir una de esas afirmaciones por
haber comprobado empíricamente su falsedad a lo largo de los años; pero me
callo. Esta semana mi sobrino actualizó su estado en WhatsApp: “Nunca
sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”. Me pregunté a quién o qué habría
perdido, o quién lo habría dejado perder y ahora se arrepentía. Tuve el impulso
de decirle que hay personas que no saben lo que tienen, ni siquiera cuando lo
pierden. Pero luego me dije que quizá esta sea una norma de los adultos, que no saben
ver lo que tienen delante de los ojos, ni son valientes para alargar la mano y
tomarlo; que olvidan porque es más fácil que sentir vacío o dolor y reaccionar
ante él.
No creo que a mi sobrino le importe que comparta esta
pequeña intimidad suya. No me lee, para él estoy muy lejos de saber lo que es
la vida. Y quizá tenga razón.
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