Art credit: Gabor Szilasi
Los días de verano ofrecen otra
dimensión del espacio y del tiempo. Una donde todo es relativo y posible. Año
tras año, la vida nos da la oportunidad de ser fieles a nosotros mismos, al
niño que fuimos, al que se le erizaba el vello solo con pensar en el largo
invierno y en la perspectiva de otro año más de reclusión académica, y que nos
sigue tentando con la idea de no regresar.
Pero
acabamos cediendo a una imposición que no sabemos muy bien de dónde viene ahora
que somos adultos y supuestamente libres. Habría que ser muy valiente para, por
una vez, permanecer en el destino escogido más allá de los siete días y seis
noches pactados, para empezar una nueva vida con la última muda limpia que
llevamos puesta y una maleta llena de ropa sucia y de souvenirs que nunca
entregaremos a sus destinatarios.
No he cumplido ese sueño. Todavía. Ni conozco a nadie
que lo haya hecho. Una vez, tras bajar del avión que me traía de regreso a
casa, tuve el impulso de recoger mi equipaje (el que contenía la ropa sucia y
los souvenirs) de la cinta transportadora e ir al panel de salidas para subir a
otro avión con un destino al azar. Solo llegué a leer el panel, a barajar dos o
tres ciudades y dirigirme luego, vencida, a la cola del taxi con la sensación
de haber perdido una batalla en la que el único enemigo era yo.
En
otra ocasión, junto a un amor de verano que me acompañó al aeropuerto para
coger mi vuelo de regreso a Barcelona, casi cometimos la locura, yo con
equipaje y él no, de tomar un avión con destino a Delhi para no tener que
decirnos adiós. Ojalá lo hubiéramos hecho.
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