La última vez que vi a Ana María Matute fue en abril de
2013, en el salón de actos de La Casa del Llibre de Barcelona. Presentaba dos
de sus cuentos: El saltamontes verde y Solo un pie descalzo, reeditados por Destino con ilustraciones de Albert Asensio. Pero como ya se sabe que la literatura es la
mejor excusa para hablar de la vida, Julia Otero, que acompañó a Matute, dedicó
unas palabras a José Luis Sampedro, amigo y compañero de Ana María en la Real
Academia de la Lengua, fallecido hacía unos días. Sampedro dijo adiós como
vivió, a lo grande, con el sabor de un Campari en los labios, según le explicó
su viuda a Julia. Y a esto Matute respondió, con su habitual saber decir bien
las cosas, que ella elegiría un gin-tonic.
En mi primer encuentro con Ana María, ella presentaba Olvidado
rey Gudú en una biblioteca de Barcelona, así que debió de ser en 1996 o 1997. Volvíamos a vernos dieciséis años después, siendo las mismas y a la vez distintas, un par de supervivientes.
Eso pensaba mientras la escuchaba, que dieciséis años son muchos y que la vida había
dado tantas vueltas que nos había situado como al principio: Ana María Matute
maravillándose de que todavía le pasaran los años y yo todavía sin creerme el
cuento del paso del tiempo. Cuando, durante la charla con Julia, eligió la
copa de cava en lugar de agua mineral para aclararse la voz, brindé por ella,
por ese guiño constante a la vida. Y me recordó a otra escritora también
grande, Isak Dinesen, autora de Memorias de África y El festín de
Babette, que a los setenta y siete años,
con una salud muy deteriorada, decidió
que, ya que tenía que morir, lo haría
como ella quisiera, y lo hizo reduciendo su dieta a ostras y champagne.
“Hay que ser joven
para no decepcionarse”, dijo Matute. Volveré a brindar por ella la próxima vez que un gin-tonic
roce mis labios.
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