miércoles, 25 de junio de 2014

Ana María



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La última vez que vi a Ana María Matute fue en abril de 2013, en el salón de actos de La Casa del Llibre de Barcelona. Presentaba dos de sus cuentos: El saltamontes verde y Solo un pie descalzo, reeditados por Destino con ilustraciones de Albert Asensio.  Pero como ya se sabe que la literatura es la mejor excusa para hablar de la vida, Julia Otero, que acompañó a Matute, dedicó unas palabras a José Luis Sampedro, amigo y compañero de Ana María en la Real Academia de la Lengua, fallecido hacía unos días. Sampedro dijo adiós como vivió, a lo grande, con el sabor de un Campari en los labios, según le explicó su viuda a Julia. Y a esto Matute respondió, con su habitual saber decir bien las cosas, que ella elegiría un gin-tonic. 

En mi primer encuentro con Ana María, ella presentaba Olvidado rey Gudú en una biblioteca de Barcelona, así que debió de ser en 1996 o 1997. Volvíamos a vernos dieciséis años después, siendo las mismas y a la vez distintas, un par de supervivientes. Eso pensaba mientras la escuchaba, que dieciséis años son muchos y que la vida había dado tantas vueltas que nos había situado como al principio: Ana María Matute maravillándose de que todavía le pasaran los años y yo todavía sin creerme el cuento del  paso del tiempo. Cuando, durante la charla con Julia, eligió la copa de cava en lugar de agua mineral para aclararse la voz, brindé por ella, por ese guiño constante a la vida. Y me recordó a otra escritora también grande, Isak Dinesen, autora de Memorias de África y El festín de Babette, que a los setenta y siete años, con una salud muy deteriorada,  decidió que, ya que tenía que  morir, lo haría como ella quisiera, y lo hizo reduciendo su dieta a ostras y champagne.  

“Hay que ser joven para no decepcionarse”, dijo Matute. Volveré a brindar por ella la próxima vez que un gin-tonic roce mis labios.

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