Escena de Nueve vidas (2005), de Rodrigo García.
Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.
Jaime Gil de Biedma
Estos días pienso, pienso mucho. Entre los pensamientos que puedo confesar aquí sin comprometer seriamente a nadie, aparece Diana, el personaje que interpreta Robin Wright en la película Nueve vidas de Rodrigo García. La escena que comparte con Jason Isaacs (que interpreta a Damian) apenas dura catorce minutos. Y ese cuarto de hora es todo lo que vamos a saber de su historia, porque Nueve vidas es una película coral que nos presenta a nueve personajes en una encrucijada vital, necesariamente breve y decisiva.
Diana está casada y espera su primer hijo. Podría ser un día cualquiera en el supermercado de siempre, si no fuera porque después de años sin verse se encuentra con Damian, un antiguo amor, que también se ha casado. ¿Se puede decidir una nueva vida en la distancia que separa el pasillo de cereales para el desayuno de la sección de vinos? ¿Puedes verte con más claridad que nunca y desear sin un ápice de duda compartir tu vida con alguien que no es tu marido ni el padre del hijo que esperas?
Sabemos poco de su historia a dos, cómo se enamoraron, qué les separó. Pero durante catorce minutos eso no es importante. Tienen que decidir su futuro en un supermercado, aquí y ahora. Puede pasar, a veces pasa. A Diana le ocurre. Pero cuando sale al aparcamiento para buscar a Damian, él ya no está.
La escena acaba aquí, el espectador debe decidir el final. Y yo, diez años después de haber visto la película por primera vez, pienso en Diana y en Damian, sobrecogida otra vez a mi pesar.
Así termina 2014, con viejas películas que me explican historias que parecen nuevas.