«Llegamos siempre tarde donde
nunca pasa nada.»
Joan Manuel Serrat
Los primeros días de 2016
me propuse llegar a tiempo. ¿A dónde? A todas partes, a todos y cada uno de los
lugares donde alguien pudiera estar esperándome. Lo he logrado un par de veces,
aun sabiendo que me engañaba y que no podía durar. Ese clic que no se activa en
los llegatardistas involuntarios, y cuya ausencia provoca un desajuste horario con el
tiempo oficial, seguirá siendo defectuoso también en 2016.
No siempre fue así. No
podría dar la fecha concreta, no la recuerdo, pero mi llegatardismo tiene que ver
con un conflicto personal no superado entre el tiempo y yo. Con el día en que fui
consciente de que había llegado tarde a mi propia vida y de que ningún reloj me
había puesto sobre aviso. Llegué tarde, sin yo saberlo, donde estaban pasando
las cosas importantes.
Al ser llegatardista
sobrevenida, sufro cada vez que se confirma lo que la
gente piensa que es una costumbre a la que no quiero dar fin. Sufro porque
hubo una época en la que sí tenía fe en el tiempo y en el orden que había establecido para
que las cosas y las personas llegaran en el momento preciso.
Solo hay una persona que me
comprende: el conductor del metro que tomo (sistemáticamente tarde) todas las
mañanas. Cada día doy por perdido el que él conduce cuando hace sonar la señal mientras yo bajo corriendo
la escalera, entonces me rindo y ralentizo el paso. Y cada día la
repite dos veces antes de cerrar las puertas para que sepa que me concede los
segundos suficientes, que puedo subirme, que me espera. Así debería ser la
vida.