Art credit: Pascal Campion
Hace tiempo que durante mis viajes hago un ejercicio involuntario en los aeropuertos, en los monumentos, en los restaurantes, en los paseos junto al mar, durante esas puestas de sol que en algunos destinos turísticos se han convertido en un espectáculo colectivo de celebración de la vida: observo a las parejas en tierra extraña y me pregunto si son felices. Si su relación acaba de empezar y ese viaje es la prueba iniciática; si estar juntos es algo tan natural que no existen dudas sobre la conveniencia de uno en la vida del otro; si ese viaje es un intento por salvar algo que se muere, si lo lograrán, o si, por el contrario, ni siquiera tanta belleza evitará el final.
Dicen que septiembre es el mes de las rupturas, lleguen
estas a verbalizarse o no, a materializarse o no. Los más impulsivos toman la
decisión durante las vacaciones y el regreso no es solo a su lugar de residencia,
sino a una nueva vida. Los más precavidos empiezan a plantearse el cambio y se
dan el otoño como tiempo de reflexión; darán el paso, si el frío y la
perspectiva de un largo invierno en soledad no los acobarda, antes de Navidad. Otros,
nunca, o quizá el próximo año. Lo dicen las estadísticas.
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