«Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los
amantes, palabras rotas,
palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la
acera. »
Las olas, Virginia
Woolf
No recuerdo quién dijo una vez que, más que amados,
necesitamos ser comprendidos. Cuando una historia de amor (o una que aspiraba a
serlo), termina, el poso de tristeza que deja tiene que ver más con una
sensación de duda y desconcierto que con la frustración de un deseo: ¿no
supimos explicarnos, contar bien nuestra historia, encontrar las palabras
justas? ¿Ocultamos algo importante, o dijimos demasiado? ¿No pronunciamos la
frase que podría habernos salvado del final?
Una historia de amor siempre es un diálogo a dos que crea un
lenguaje propio de ironías y sobreentendidos, de complicidad y experiencias
compartidas. Es el lenguaje de los amantes, siempre único e irrepetible, del
que hablaba Virginia Woolf, que languidece cuando sus creadores dejan de
hablarlo y que muere irremediablemente junto con su historia.
Lamentar el final de una historia de amor es, sobre todo, sentir
la pérdida de esa combinación de palabras, de las normas nunca escritas para crear
las frases, la entonación y la pertinencia de los silencios. Se extinguen
animales y plantas, lenguas milenarias, mueren estrellas; hay recuentos anuales
y se les dedica algún que otro artículo en los periódicos. Pero nadie lleva la
cuenta de los idiomas íntimos que se olvidan y se pierden, sin que existan diccionarios
ni gramáticas de retorno.