En un lunes triste nos han dejado Günter Grass y Eduardo
Galeano. La letra "G" ha perdido vigor, mirada crítica, estrategias para conjurar
nuestros anhelos. En una semana también triste de febrero de 2012, nos dejaron
tres sabios ilustres: la poeta Wislawa Szymborska, el médico y escritor Andrzej
Szczeklik y Antoni Tàpies. En su recuerdo escribí este artículo [añádanse Galeano y Grass a la letra "G"].
En apenas una semana, tres sabios nos han dejado sin haber
resuelto todas nuestras dudas: la poeta polaca Wislawa Szymborska; su
compatriota, el médico con inquietudes artísticas y escritor Andrzej Szczeklik;
y el artista Antoni Tàpies.
Szymborska, conocedora de las trampas del tiempo, ya había
escrito su epitafio, que dice así: “Debo mucho a quienes no amo […]/Gracias a
ellos vivo en tres dimensiones […]/Ni siquiera imaginan/cuánto hay en sus manos
vacías”. Releer este poema me ha hecho pensar en la lista de personas que, sin
saberlo, te salvan la vida (o algunos momentos, que viene a ser lo mismo) y a
quienes nunca les damos las gracias.
Mi lista es interminable y, junto a amigos, los que todavía
no lo son, amores perdurables y familia, figuran personas anónimas o cuyo
nombre no recuerdo —compañeros fortuitos de un viaje en tren o de la sala de
espera de una consulta médica, algún taxista filósofo—, y sabios reconocidos.
Estos últimos se van marchando porque la vida tiene la vieja manía de agotarse.
Pienso en José Saramago y en Jorge Semprún, en mi lista, muy cerca el uno del
otro por la coincidencia de la “S” en su apellido, a los que les siguen
Szczeklik y Szymborska. Y en Tàpies, un poco más abajo.
Anoche, antes de cerrar los ojos y rendirme al sueño,
pensaba que la sabiduría, como la amistad, lleva tiempo, que hay sabios que
serán elogiados en el futuro y ni siquiera sospechan que lo son. Teniendo en
cuenta la diferencia horaria y la lejanía geográfica que debe de haber entre
ellos, me imaginaba a un estudiante de medicina en una biblioteca fría y
silenciosa, oculto tras estantes de libros, intentando demostrar
científicamente el poder curativo de la belleza; a una adolescente insomne
escribiendo su primer poema de amor a la luz de una lámpara de lectura,
sintiéndose ridícula y luego pensando que más ridículo sería no escribirlo
nunca; y a un atribulado joven con un flequillo que le tapa los ojos,
soñoliento por ser primera hora de la mañana, que, mientras espera el próximo
metro, esboza en un papel arrugado las posibilidades infinitas de un símbolo.
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