Photograph: Nicolas Koutsokostas/Demotix/Corbis (via The Guardian)
Visité Atenas por primera vez en septiembre de 2009.
Entonces pude ver el inicio de un deterioro social y económico que todavía no
había llegado a España, pero que no tardaría en hacerlo. Tres años después, en
abril de 2012, pocos días después del suicidio de Dimitris Christoulas, escribí
este artículo, que ahora recupero.
Me hubiera gustado presenciar la victoria de Syriza el
domingo pasado, ver una alegría que en mi último viaje a Atenas, en septiembre
de 2012, había abandonado por completo la ciudad:
entonces solo vi tristeza mezclada con indignación. Recordaré siempre las
palabras de un taxista: “Vosotros, los españoles, nos habéis abandonado. Y
somos hermanos, pueblos del sur”. Tuve que darle la razón. Hoy los griegos sonríen de nuevo.
En Grecia nació la democracia, que, con mejor o peor o
suerte y salvo en contadas y deshonrosas excepciones, rige los destinos de
nuestro planeta. También fue el lugar elegido por los dioses; allí se asentaron
y se dedicaron a atormentar a los mortales, que tuvieron que aprender a dirigir
sus vidas al margen de unas deidades caprichosas y demasiado humanas. Quizá
venga de ahí el desdén que los ciudadanos griegos muestran hacia quienes
detentan el poder y su poca confianza en que vayan a cambiar las cosas (sino
para peor).
En 2009, antes de que el término “crisis económica” se
inscribiera en nuestras conciencias, pasé unos días de vacaciones en dos islas
griegas: la popular Santorini y una segunda cuyo nombre no revelaré, pero a la que
decidí que huiría si algún día no tengo adonde ir ni nadie que me espere en
ningún lugar. Allí encontré un pequeño paraíso de luz, olivos, miel y vino, y
unas gentes que aman la vida por encima de todas las cosas, que han decidido
existir al margen de todo aquello que no pueden cambiar.
Atenas, última y forzosa parada del viaje para coger un
vuelo económico de regreso, fue un zarpazo de realidad y contrastes: la
bellísima Acrópolis dominando una ciudad donde tenía cabida —en la que todavía
era la próspera Europa de la U.E.— gente que sobrevivía rozando el umbral de la
pobreza y que recurría a la economía sumergida. Furgones policiales en puntos
clave del centro de la ciudad anunciaban el temor a la explosión del polvorín
de descontento e impotencia que se haría esperar apenas unos meses más.
Desde entonces, las noticias que llegan de Grecia me
entristecen y desesperan. Aún intento asimilar la muerte de Dimitris
Christoulas, el farmacéutico jubilado que se suicidó en la plaza Syntagma,
descifrar el significado de ese gesto desesperado, y lo hago con miedo, porque
supone mirar demasiado adentro de las entrañas de una crisis que está
arruinando muchas vidas y aplazando, quizá para siempre, muchos sueños.
Algunos países tienen una historia que no se merecen. Desde
hace ya demasiado tiempo, los ciudadanos griegos salen a las calles para
protestar por la suya, para pedir explicaciones a los mortales con ínfulas de
dioses que la dictan al margen de los destinatarios de sus designios.