Art Credit: Nicolino Sapio
Desde que David Trueba triunfó en la noche de los premios
Goya tengo un documento Word con el título que indico más arriba y una
inmensidad blanca a continuación que ahora comienzo a emborronar. Esperaba
experimentar un fracaso para inspirarme. La exitosa noche de David fue el 9 de
febrero y solo he tardado treinta días en empezar a escribir. Ha pasado mucho
o poco tiempo, según se mire.
Hasta el 9 de febrero, David Trueba era el mejor teórico del
fracaso que he conocido. Pude escucharle en una charla hace un par de años y los
asistentes salimos felices de sentirnos perdedores porque, al fin y al cabo, perder
es una ventaja: nunca dejas de buscar, de estar alerta, de pedalear para no
caerte de la bicicleta. Quizá el perpetuo fracaso es un triunfo si sabes reírte
de ti mismo, si relativizas lo que el éxito significa para los demás, si eres
temerario del destino y piensas que, si las cosas te van demasiado bien, se estrellará sobre tu cabeza una maceta como castigo divino.
Hace unos días hablaba con una amiga sobre la libertad que da
el fracaso. Es cierto, cuando partes de cero solo puedes sumar y te crecen las
alas. Pero fracasar también agota porque en el fondo esperas que aprender a
perder atraiga la fortuna, que ese” algo bueno que está por llegar” del que
todo el mundo habla aparezca a la vuelta de la esquina justo cuando has dejado
de buscarlo. David ya ha girado esa esquina y se lo ha encontrado, y desde la
noche de su triunfo yo me pregunto cómo se siente. Si lees esto, David,
responde.
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