Después de cien años, eres un misterio. Y el primer tema de tesis doctoral en las universidades francesas por delante de Proust. Yo creo que este dato te haría gracia. Después de leer El amante siendo adolescente, la semilla ya estaba plantada sin yo saberlo: ibas a ser una de mis escritoras favoritas. Y después de Emily L., que incluye una de las más bellas cartas de amor de la literatura, tomé una decisión consciente: lo próximo que leyera de ti no pasaría el filtro de una traducción, yo quería leerte en francés, sentir la inmediatez de las palabras escogidas por ti, escuchar los silencios y ver a media luz, en ese lugar donde se crea la escritura, donde siempre, decías, uno debía adentrarse vigilante, pues lo contempla muy de cerca la locura.
Tú, una completa desconocida, me legó, sobre todo, dos cosas: tu idioma y una frase que memoricé
siendo muy joven sin saber que sería recurrente a lo largo de los años por
venir: “No existen los errores, solo hay actos extraños”. Vivir es una
extrañeza, tú lo sabías, y ahora yo también lo sé.
Las palabras, los silencios, una tenue luz en la oscuridad de una cámara oscura, siempre presentes tanto en tus novelas como en tus películas. Y también el mismo interrogante: ¿quién soy? Una exiliada de ti misma al borde de la autodestrucción, pero salvada por la vida porque, en el último momento, esta resurgía como experiencia inagotable.
Yann Andréa Steiner: treinta
y ocho años más joven que tú y homosexual, título de uno de tus últimos libros
y protagonista del film L’homme
atlantique, fue tu último amor. El Amor, así con mayúsculas, el gran tema,
la gran aspiración, como un territorio a la vez conocido y extraño de fronteras
cambiantes; si fuera un lugar, sería el mar.
Fotograma de L'homme atlantique, dirigida por Marguerite Duras
Después de ver tu entrevista para Bernard Pivot en el programa Apostrophes, te elegí como una de las personas con las que me gustaría tener una larga conversación, una de esas charlas a dos en casi penumbra, para que solo fuera protagonista la palabra, en las que eras una gran maestra. Marguerite, transgresora, siempre asomándote a la ventana de la locura por tu lucidez desnuda, por la experiencia temprana del sufrimiento, por la necesidad de encontrar un sitio que llamar tu hogar. Querida Marguerite.
[Entrevista de Bernard Pivot a Marguerite Duras para el programa Apostrophes]
Fragmento de Emily L., ed. Tusquets Editores, 1995:
He olvidado las palabras para decírselo. Las sabía, y las he olvidado, y aquí le hablo en el olvido de esas palabras. Contrariamente a todas las apariencias, no soy una mujer que se entregue en cuerpo y alma al amor de un solo ser, ni siquiera a aquel que más quiere en el mundo. Soy un ser infiel. Me gustaría mucho encontrar las palabras que había guardado para decirle esto. Y he aquí que me acuerdo de algunas. Quería decirle lo que creo, que había que conservar siempre ante uno -he aquí la palabra, me acuerdo- un lugar, una especie de lugar personal, eso es, para estar solo y para amar. Para amar no se sabe qué, ni a quién, ni cómo, ni cuánto tiempo. Para amar -he aquí que de pronto me acuerdo de todas las palabras...- para conservar en sí el lugar de una espera, nunca se sabe, de la espera de un amor, de un amor quizá sin destinatario todavía, pero de esto y solo de esto, del amor. Quería decirle que usted era esa espera. Usted se ha convertido por sí solo en la cara exterior de mi vida, aquella que nunca veo, y así permanecerá, en el estado de este desconocido por mí en que se ha convertido. No conserve esperanza alguna de verme, se lo suplico. Emily L.
Fragmento de Emily L., ed. Tusquets Editores, 1995:
He olvidado las palabras para decírselo. Las sabía, y las he olvidado, y aquí le hablo en el olvido de esas palabras. Contrariamente a todas las apariencias, no soy una mujer que se entregue en cuerpo y alma al amor de un solo ser, ni siquiera a aquel que más quiere en el mundo. Soy un ser infiel. Me gustaría mucho encontrar las palabras que había guardado para decirle esto. Y he aquí que me acuerdo de algunas. Quería decirle lo que creo, que había que conservar siempre ante uno -he aquí la palabra, me acuerdo- un lugar, una especie de lugar personal, eso es, para estar solo y para amar. Para amar no se sabe qué, ni a quién, ni cómo, ni cuánto tiempo. Para amar -he aquí que de pronto me acuerdo de todas las palabras...- para conservar en sí el lugar de una espera, nunca se sabe, de la espera de un amor, de un amor quizá sin destinatario todavía, pero de esto y solo de esto, del amor. Quería decirle que usted era esa espera. Usted se ha convertido por sí solo en la cara exterior de mi vida, aquella que nunca veo, y así permanecerá, en el estado de este desconocido por mí en que se ha convertido. No conserve esperanza alguna de verme, se lo suplico. Emily L.