El pasado 8 de mayo sir David Attenborough cumplió noventa años.
Solo una cifra que no impide que siga siendo el chico aventurero y curioso que conquistó a los
británicos y que siempre será el rey de los documentales de naturaleza de
la BBC. Desde el último tercio del siglo xx
y en lo que llevamos del xxi, no
ha habido un divulgador que haya contagiado el entusiasmo por el milagro de la naturaleza
como lo ha hecho sir David.
No existe un aspecto de la vida en la
Tierra que se le haya escapado, y puedo asegurarlo porque he visto prácticamente
todos sus documentales. Y no en la 2 de TVE. Durante varios años, en mis
comienzos en el mundo editorial —recordándolo ahora, parece que hable de otra
vida, y puede que en efecto lo sea— dediqué mis jornadas laborales a coordinar
el doblaje y el subtitulado de todas sus series del inglés al español y al
portugués. El video había quedado obsoleto y había que actualizar todo ese valioso fondo documental al formato DVD. Ya entonces me pareció un privilegio que me
pagaran por hacerlo, y visto desde hoy, creo que fui muy afortunada. Un día de
trabajo consistía en visionar un episodio, a veces incluso tres veces, y
comprobar que el discurso de sir David y el del doblador discurrieran a la par,
que lo mismo sucediera con los subtítulos, y corregir imprecisiones de la
traducción del inglés al español.
Aprendí tantas cosas sobre la flora y la fauna del planeta, que en
aquella época estaba maravillada ante el mundo que habitaba. En las
conversaciones con los compañeros de trabajo y con los amigos siempre salían anécdotas
fascinantes que tenía que compartir. Y aún hoy día, si se da el caso, suelto algún dato sobre rutas
migratorias y rituales de apareamiento, con tanta seguridad que quien desconoce
esta etapa de mi vida se pregunta de dónde me viene esa pasión oculta. Pues la
culpa es del señor Attenborough.
Fue un época feliz. Mientras en la oficina todos tecleaban con la mirada perdida en una pantalla que les devolvía imágenes siempre previsibles, yo me ponía mis cascos para no molestar a nadie y, en cuanto
escuchaba la entradilla musical de la BBC, ya estaba lista para viajar a
África, a Asia, a los parques naturales de la India... Así empezó mi relación
idílica con David, en la que nunca hubo lugar para la monotonía. Viajé mucho
(con la imaginación) y mi inglés mejoró hasta donde me lo permitieron mis
límites. ¿Qué más se puede pedir de un romance que una sabe que no puede durar?
Todo lo bueno se acaba: la última serie que coordiné fue Planet Earth, de 2006, y espero que las siguientes hayan contado
con alguien tan entregado como yo a la causa de David, este joven de noventa años... Y
que cumplas muchos más.