Casablanca (1942), dirigida por Michael Curtiz
Puede que un hombre y una mujer estén más cerca el uno del
otro cuando
no viven juntos y cuando simplemente saben que existen, y están agradecidos por existir
no viven juntos y cuando simplemente saben que existen, y están agradecidos por existir
y por saber el uno del otro. Y solo con esto les basta
para ser felices.
Te agradezco, te agradezco que existas.
Milan Kundera
Dicen que los verdaderos amores son los amores imposibles,
los amores ausentes. Esos que no se someten a ningún desgaste físico ni
emocional, que son capaces de luchar contra las trampas del tiempo y se quedan
atrapados en un plano congelado de nuestro pasado, como si fueran un gif de los
que ahora están tan de moda.
Llegado un cierto momento en la vida, todos coleccionamos
algunos de esos amores. Y las palabras de Kundera, tras una primera lectura, consuelan,
pero no pasado un rato. Me recuerdan al famoso diálogo del final de Casablanca, cuando Bogart le dice a la
Bergman que coja el avión y se vaya con su marido, que siempre les quedará
París, bla, bla, bla. Pues no, querido. París estuvo bien, pero ¿por qué no seguís
con Berlín, Roma o Nueva York, o simplemente os quedáis en Casablanca? Y si el
presente desdibuja el pasado y deposita una pátina de polvo y le hace perder el
color, bienvenida sea la realidad.
¿Cuánto tiempo hubiera aguantado la Bergman en el trasnochado y humeante bar de Bogart, con Sam
tocando la misma cansina canción todas las noches? Nunca lo sabremos. Solo nos
quedan las palabras de él enviándola a Europa con viento fresco y la mirada
desconsolada de ella. Estoy segura de que Ingrid hubiera preferido una dosis
de realidad decepcionante y esclarecedora en el norte de África que tanta
ausencia en la aburrida y gris Europa con un marido más aburrido y gris todavía.
Bogart no sabía que una acaba por cansarse de coleccionar fantasmas, por muy bonito que fuera todo en París.